Artista
Manuel Escobar Lehmann (Chile, 1952)
Curatoria
Esteban Córdova, Chile
Abstract
Guerra a la guerra! Éste fue el lema de los pacifistas que en los años 30 tuvieron el mérito de apostar por el ser humano más que por el innoble depredador, al que la tradición persiste en dar el nombre de “hombre”.»
Es evidente que el arte de vivir ha progresado, desde la antigüedad hasta nuestros días, mucho menos que la ciencia de la destrucción. Las técnicas de exterminio alcanzan una perfección que deja muy atrás las magras y aleatorias mejoras de la existencia cotidiana. ¡Cuánta inventiva para un Auschwitz con aire acondicionado!
Durante siglos reinó la idea de que la atracción por el asesinato y la violencia era inherente a la na– turaleza humana. Su condición de presa y depredador era considerada ontológica. Ahora sabemos que eso es mentira. La guerra no siempre ha existido. No existe en el Paleolítico. Las civilizaciones anteriores al desarrollo de la agricultura intensiva no eran conscientes de esto. Para verla derramar la sangre negra de sus atrocidades, habrá que esperar a que aparezcan las primeras Ciudades-Esta– do, una sociedad jerárquica, una sociedad de explotadores y explotados, de amos y esclavos.
La guerra es una invención de la civilización del agromercado, la misma que se derrumba ante nuestros ojos, amenazando con arrastrar consigo lo que queda de vida en la Tierra y entre sus pueblos. Pero la vida tiene la capacidad de reaccionar contra los poderes opresivos y destructivos. La vanidad de las buenas intenciones humanitarias nos enseña que no hay inevitabilidad de la gue– rra excepto en la creencia que reduce al ser humano a una criatura débil, incapaz de desarrollar su potencial de creatividad, incapaz de prescindir de dioses, de padres, de líderes.
Es esta introspección del hombre, liberada de mentiras religiosas e ideológicas, lo que constituye la obra de Manuel Escobar.
Su ecce homo no exalta el sufrimiento de las víctimas ni la arrogancia de los verdugos. Pone al desnudo lo que constituye nuestra existencia, penetra en lo más profundo del ser, allí donde los impulsos de la vida se enfrentan a cada instante con los reflejos de autodestrucción que una histo– ria inhumana insinúa en nosotros a cada instante. Se podría decir que el enfoque no es nuevo. El Bosco nutrió su universo pictórico con criaturas híbridas, angelicales, monstruosas, idílicas. Ellos rondaban sus profundidades, de donde su red de pesca onírica los trajo a la superficie. Las ideas y controversias de su tiempo dieron resonancias particulares a su visión. Podemos ver la influencia de Dante, del Sueño de Polifilo y del movimiento herético de los adanitas que, nacido en Bruselas, se extendió a la Bohemia husita.
La novedad que nuestro tiempo ofrece a la obra de Manuel Escobar es la conciencia, a la vez con– fusa y luminosa, que tomamos de esta existencia, de esta experiencia tanto tiempo despreciada por la dictadura de la selva gregaria y su contrato social. Nuestro universo subjetivo ha sido reducido tan obstinadamente a una impenetrable torre de marfil que Henri Lefebvre pudo escribir en su Crítica de la vida cotidiana: “La vida privada es la vida privada de todo”. »La visión de Manuel revela a todos aquello que menos conocemos. El caos de las emociones adquiere las más diversas formas en su lienzo.
¿Cómo no percibir en estas diabladas al estilo Ensor el pandemonio donde la codicia mafiosa da rienda suelta a sus rentables devastaciones, mientras las existencias sufren íntimamente los estragos?
No es un campo de batalla el que se nos da a contemplar, es una lucha y, a través de la mirada concedida a la paleta emocional de colores, una lucha de la que nadie escapa porque hace resonar en el gran fresco del mundo el eco de nuestros conflictos internos. Terrible es la guerra que se libra por uno mismo y contra uno mismo. ¡Pero qué pasión más allá de toda pasión para desenredar la aburrida resignación de arrodillarse y las aspiraciones siempre restantes de una vida sin trabas!
Raoul Vaneigem, Bruselas 15 de abril de 2017